sábado, 7 de enero de 2012

El reino de las letras chinas encajadas



La batalla había sido dura, incluso podría decirse que durísima, es lo que tiene la lucha en dos frentes, no es fácil dosificar las fuerzas ni, tampoco, medir las prioridades. “Cien días y cien noches sin cuartel ni eperanza…”
El resultado más que incierto era desconcertante, pues había habido abandono del campo antes de que, en puridad, pudiese decirse que el combate se había decidido. Sin embargo el abandono antes del desenlace es un desenlace, y una retirada estratégica, por muy estratégica que sea, es retirada, en este caso ni tan siquiera habría sido necesario fue, simplemente, un mal cálculo (algo respecto a eso decía Sun Tzu).

Como en las partidas de póquer, tirar las cartas antes de finalizar la mano implica derrota, aunque las cartas, a priori, fuesen ganadoras, de ahí venía gran parte del desconcierto, de tirar unas cartas que parecían ganadoras antes de ver las contrarias. En definitiva el cálculo errado había acabado en desastre (la Garde recule) y el reino se había perdido, mejor dicho: había sido abandonado. “La Vieja Guardia, o lo que quedaba de ella, lanzaba desorbirtadas miradas de soslayo, apreteados los dientes y sofocado el aliento”.

No sabemos si había reproches o no, eso queda para los anales internos, a esos no tenemos acceso, quien propuso la retirada erró, eso esta claro, solo la plebs puede retirarse al Aventino, los patricios no, los patricios hubieran hecho el ridículo y hubiesen quedado en la situación de nuestros ángeles caídos, porque, amigos lectores, de eso trata nuestra pequeña historia: de ángeles caídos.

Habían ido a parar al caos, que es adonde van los ángeles caídos, lo primero que vieron del caos fue un lago ardiente, lo vieron y lo sufrieron en sus carnes pues a él se precipitaron y él recibió su caída, no era el ardor del fuego, aunque lo parecía, sino que lo ardiente, lo que quemaba, era la conciencia de lo perdido, así el caos y sus fuegos eran más internos que externos: estaban dentro de nuestros ángeles.

El primero en alzarse del lago miró en derredor suyo, el paisaje era desolador: aquel lago maldito, peñascos cenicientos, llanuras desérticas y desoladas, oscuridad en lugar de luz…

El ánimo, algo decaído –mucho en realidad-, inclinaba también a la oscuridad del espíritu, y ésta se impusó, no obstante otra fuerza entró en liza: el desquite o la venganza, también la desesperada esperanza de recuperar la antigua posición, de volver al campo abandonado y salir triunfante de él.

Eso dio fuerzas, y el primer ángel en alzarse, el más fuerte, arengó a sus huestes:

“-¡Oh, millares de espíritus inmortales!! ¡Oh, potestades a quienes sólo puede igualarse el Todopoderoso! Aquel combate no careció de gloria, por más que su resultado fuera desastroso, como lo atestiguan esta mansión* y este terrible cambio que me es odioso expresar. […] De hoy más, ya conocemos su poder como conocemos el nuestro, de modo que no provoquemos ni rehuyamos con temor cualquier guerra a que se nos provoque. El mejor partido que nos queda es el de emplear nuestras fuerzas en un secreto designio: el de obtener por medio de la astucia y del artificio lo que la fuerza no ha alcanzado, a fin de que en adelante sepa por lo menos que un enemigo vencido por la fuerza sólo es vencido a medias.”

Así habló el primer ángel, y no tan solo animó a sus congéneres hizo algo más: les dio un plan y un objetivo. En otras palabras: un motivo para seguir. Y así siguieron, hacian razzias sobre el reino perdido, incluso sobre otros, si algún extranjero de esos otros osaba entrometerse en aquel antiguo reino.

Mudaron de nombres para camuflar sus razzias y salvar su honra y prez (ya se sabe que no es lo mismo batalla campal que miseras asechanzas), pero con la mudanza, tanto de nombre como de lugar*, poco a poco su propia condición comenzó a mudar, lo estrictamente angélico empezó a convertirse en demoníaco. No grandes demonios, no, eran ángeles caídos, pero no eran los primeros en caer, sino primerizos, y como la nueva naturaleza era excesivamente nueva sus potestades no eran tan poderosas (tampoco lo habían sido en su antigua naturaleza, digamos que simplemente tenían una visión algo distorsionada de sí mismos, una visión inclinada hacia lo grandilocuente), quedaban en meros diablillos, vaya, en otras palabras, en pobres diablos.

Tendían celadas a los dioses y gigantes (más bien consideraban enanos a estos últimos), celadas pequeñas, pues no aspiraban tanto a victorias como a molestar –como avispas o moscas- y entrometerese en las andanzas de sus víctimas. Su naturaleza no devino en terrorifica sino en esperpéntica, sus caras cambiaron a máscaras, pero no a máscaras horribles sino risibles, les faltaba mucho, muchísimo, para acercarse a la terrible y monstruosa belleza del Señor de las Tinieblas, que movía tanto a seducción como a espanto.

Así atacaban, más bien pinchaban, y huían, camuflados, en uno, dos, tres, trescientos disfraces, a cada cual más absurdo, a cada cual más penoso, a cada cual más hilarante…El reino que acechaban era el de las Bellas Letras, y la Letra acabó por matarse…con tal de no ser suya, pues los aspirantes a dueños no servían ya para crear, sólo para destruir, tirando a largo, en los buenos y viejos tiempos hubieran servido…para corregir.

El primer diablillo, el que había sido el primer querubín en levantarse del lago, el arengador, dijó: “se mató por no ser mía”. “Se vino abajo del todo. Como el Titanic. A pique, sin medias tintas (…) miraba con ojos extraviados a su alrededor (…) buscando desesperadamente una pistola para pegarse un tiro”.

Un triste y patético final, ciertamente.

“A fin de cuentas la gente escribe por diversión, para vivir más, para quererse a sí misma o para que la quieran otros”. Lo que es absurdo es… escribir por orgullo y engreimiento, mirando por encima del hombro a quienes supuestamente no alcanzan la “excelencia” de las Letras…

“¿Puedo sugerir una Gramática de la Anomalía?” 



Jorge Romero Gil 


Bibliografía

Eco, Umberto, El Péndulo de Foucault, Ediciones Círculo de Lectores.

Milton, J., El Paraíso Perdido, colección "Letras Universales", Editorial Cátedra

Pérez Reverte, A., El Club Dumas, Editorial Alfaguara 


 

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