jueves, 15 de diciembre de 2011

Lavey, Milton y Lucifer



Una cosa es la figura cristiana del “ángel caído” y otra la de Satanás, la figura de la potestad espiritual archienemiga de la divinidad es figura cristiana no judía, y forma parte no del intento de fagotización o sincresis del judaísmo por parte del cristianismo sino de otro tipo de apropiación: del mazdeismo o zoroastrismo, así si Ahura Mazda tiene su Ahriman el Dios trino de los cristianos tiene enfrente su Lucifer, Satanás o, simplemente, “el Diablo” -no “un” diablo-, aunque esa dualidad también puede haber sido un vestigio en el cristianismo de sus luchas con otro enconado enemigo: el gnosticismo, que también presenta una dualidad entre el demiurgo -un “engañador”, característica propia del “Diablo”- y la divinidad “real” -el “auténtico” Dios, no su sombra o imitador-.

El diferente papel de Satanás

Dentro del judaísmo no encontramos tales entidades diabólicas, no lo es la serpiente que aparece en el Bereshit, no lo es Baal -que, en puridad, en los textos del Tanaj es el mayor oponente del D_os de Israel-, y no lo es Satanás, que no es otra cosa que una especie de fiscal al servicio de la divinidad, papel que queda singularmente claro en el libro de Iyov/Job -especialmente capítulos 1 y 2-.

Curiosamente todo grimorio medieval -incluidos aquellos que tienen la pretensión de remitirse a época salomónica- recurre a la “división funcional del trabajo” establecida por el cristianismo, así toda evocación de potestades infernales se realiza previa invocación a la deidad y a sus superiores poderes y autoridad, bajo la cual el mago convoca al ente infernal para mandarle tal o cual cosa u obtener tal o cual otra, quedando sujeto el demonio o diablo convocado al mago a través de la autoridad superior de la divinidad, de suerte que, en puridad, el mago es una especie “especial” de exorcista -como mínimo actúa cubierto por los mismos poderes protectores que un exorcista, que, a la vez, son los que le otorgan potestad sobre el evocado-. 

El Satán de LaVey

Respecto a esta situación abomina -nunca mejor dicho- Howard Stanton Levey, por nombre artístico Anton Szandor LaVey, fundador de la Iglesia de Satán, así al inicio de su “Biblia Satánica” dice refiriéndose a todo mago u ocultista anterior que “juega” con esos poderes diabólicos:

Este libro fue escrito porque, con muy pocas excepciones, todo tratado o libro, todo "grimoire" secreto, todas las "grandes obras" del pasado sobre el tema de la magia, no son otra cosa que fraudes santurrones - desvaríos culpabilizados y farfulleos esotéricos de los cronistas de la tradición mágica, incapaces, o bien no dispuestos a presentar una visión objetiva sobre el tema. Escritor tras escritor, en sus esfuerzos de declarar los principios de la "magia blanca" y "magia negra", lo único que han conseguido es confundir y nublar el tema hasta tal punto que el aspirante a estudiante de hechicería termina ante un tablero de Ouija, parado dentro de un pentagrama esperando a que se le aparezca un demonio, lanzando débilmente al aire fichas del I Ching como si fuesen rosquillas rancias, barajando naipes para predecir un futuro que ha perdido todo significado, dando conferencias con el fin garantizado de inflar su ego - a la vez que hace lo mismo con su cartera - y en general ¡quedando como un tonto ante los ojos de quienes en verdad saben!

El “magus” verdadero sabe que en las estanterías de libros ocultistas abundan las frágiles reliquias de mentes asustadas y cuerpos estériles, diarios metafísicos de auto-engaño y reglamentos constipados de misticismo oriental. Durante mucho tiempo el tema de la magia y filosofía Satánica ha sido escrito por furibundos periodistas del Camino de la Mano Derecha.

La antigua literatura es el efecto secundario de cerebros que supuran miedo y rencor, escrita, de modo ignorante, para ayudar a quienes realmente dominan la tierra, y quienes, desde sus tronos Infernales, ríen con nociva alegría.


Aquí Levey lo que hace es “denunciar” la supuesta pusilanimidad de esa jerarquía de valores que sigue colocando al trono celeste por encima del trono infernal y reivindica el triunfo y la propia autoridad -no sometida a la celestial- del Señor del Averno. Digamos que Howard Stanton proclama la victoria -o, al menos, la superioridad- de Ahriman sobre Ahura Mazda.

Respecto a Lucifer encontramos lo siguiente en la “Biblia Satánica” de Levey, le dedica el libro segundo de la misma y es característica o espíritu que asocia con el aire y con una cualidad: la iluminación, por eso esa faceta es la del “portador de la luz”, explícitamente al inicio de ese libro el autor hace referencia al dios romano del conocimiento:

El dios romano, Lucifer, era el portador de Luz, el espíritu del aire, la personificación de la Iluminación y el Conocimiento” (Biblia Satánica, Libro II, Aire. Libro de Lucifer, Introducción “La Iluminación”)

Es, pues, según tal versión, la figura de Lucifer la que facilita la iluminación y el conocimiento, en definitiva: es el portador de la sabiduría. Don que otorga a la humanidad como Prometeo otorgó el fuego: arrancándola a la deidad.

Deviene así Lucifer de prototipo del mal en adalid del bien y benefactor de la humanidad, transmutando lo que se conoce como bien en mal y, a la inversa, resultando ser el mal bien, dado que una cualidad de la divinidad es arrancada a la misma -o desvelada- y entregada al género humano para que éste la disfrute. Inversión por lo demás típica de ciertas concepciones satanistas -que no satánicas- o, más bien, “luciferinas”. 

Los equivocos de Lavey

Cuando Lavey habla de "magus" se equivoca por completo en su concepción y, en consecuencia, definición de tal concepto. Resulta sorprendente teniendo en cuenta los múltiples modelos anteriores a Lavey -aunque relativamente recientes- que cabría definir en tal figura.
Así se podría citar a ocultistas como Aleister Crowley, Samuel S. MacGregor Mathers, Austin Osman Spare, Israel Regardie entre otros.

Curiosamente Lavey identifica "magus" con satanista sin existir razón alguna para tal sinonímia. Probablemente tal error parte de la base de entender que todo grimorio, en particular, y la goecia, en general, pretende ser satanista, cuando nada más lejos de la realidad.

El "magus" lo que pretendía en la Edad Media, y lo que pretendían los ocultistas citados, era acumular ciertos conocimientos y utilizar ciertos hipotéticos poderes -no porque él los tuviese, sino por medio de formulas rituales-, tan pronto se manejaban con una supuesta potestad como con otra.

El "magus" no es un siervo de nadie, ni un personaje asustadizo como deja entrever Lavey en su despectiva mención. Lo único que muestra el autor de la Biblia satánica, es una completa ignorancia de la goecia y la teurgia medievales y posteriores, así como de las figuras clave del ocultismo contemporáneo. El único que pretende servir a alguien es Lavey.

Tomemos a Crowley como ejemplo ¿alguien en su sano juicio puede pensar que tal figura pretendía servir a un "señor"? ¡pero si los crea él mismo en el Liber Al Vel Legis! ¿Cómo un creador de dioses va a pretender servir a alguno?

Una vez más, Lavey, muestra y demuestra que... lo suyo es el teatro.

Un Milton luciferino

Por último no sería adecuado dejar de mencionar la otra gran glosa de la “rebelión” contra la tiranía de la divinidad, el gran grito de libertad magníficamente evocado por...un autor cristiano, me refiero a John Milton y a “El Paraíso Perdido”:

Por su orgullo había sido arrojada del cielo con toda su hueste de ángeles rebeldes y con el auxilio de éstos, no bastándole eclipsar la gloria de sus próceres, confiaba en igualarse al Altísimo si el Altísimo se le oponía.

Para llevar a cabo su ambicioso intento contra el trono y la monarquía de Dios, movió en el cielo una guerra impía, una lucha temeraria que le fue inútil. El Todopoderoso lo arrojó de la etérea bóveda envuelto en abrasadoras llamas; y con horrendo estrépito y ardiendo cayó en el abismo de perdición, para vivir entre diamantinas cadenas y en fuego eterno, él que osó retar con sus armas al Omnipotente.

Nueve veces habían recorrido el día y la noche, el espacio que miden entre los hombres desde que fue vencido por su espantosa muchedumbre, revolcándose en medio del ardiente abismo aunque conservando su inmortalidad.

Condenado quedaba empero a mayor despecho, toda vez que habían de atormentarle el recuerdo de la felicidad perdida y el interminable dolor presente. Dirige en torno funestas miradas que revelan inmensa pena y profunda consternación, no menos que su tenaz orgullo y el odio más implacable; y abarcando cuanto a los ojos de los ángeles es posible contempla aquel lugar, desierto y sombrío, aquel antro horrible cerrado por todas partes y encendido como un gran horno. Pero sus llamas no prestan luz y las tinieblas ofrecen cuanto es bastante para descubrir cuadros de dolor, tristísimas regiones, lúgubre oscuridad, donde la paz y el reposo no pueden morar jamás, donde no llega ni aún la esperanza, que dondequiera existe. Allí no hay más que tormentos sin fin, y un diluvio de fuego alimentado por azufre, que arde sin consumirse.

Tal es el lugar que la Justicia eterna había preparado para aquellos rebeldes; y allí ordenó que estuviera su prisión en las más densas tinieblas, tres veces tan apartada de Dios y de la luz del cielo, cuanto lo está el centro del universo del más lejano polo. ¡Oh! ¡Qué diferencia entre esta morada y aquella de donde cayeron!

Presto divisa allí el Arcángel a los compañeros de su ruina envueltos entre las olas y torbellinos de una tempestad de fuego. Revolcábase también a su lado uno que era el más poderoso y criminal después de él, conocido mucho más tarde en Palestina con el nombre de Belcebú. El gran Enemigo en el cielo, rompiendo el hosco silencio, con arrogantes palabras comenzó a decir:

«Si tú eres aquel... pero ¡oh! ¡cuán abatido, cuán otro del que adornado de brillo deslumbrador en los felices reinos de la luz, sobrepujaba en esplendidez a millones de espíritus refulgentes...! Si tú eres aquel a quien una mutua alianza, un mismo pensamiento y resolución, e igual esperanza y audacia para la gloriosa empresa, unieron en otro tiempo conmigo como nos une ahora una misma ruina... mira desde qué altura y en qué abismo hemos caído por ser El mucho más prepotente con sus rayos. Pero, ¿quien había conocido hasta entonces la fuerza de sus terribles armas? Y a pesar de ellas a pesar de cuanto el Vencedor en su potente cólera pueda hacer aún contra mí, ni me arrepiento, ni he decaído, bien que menguada exteriormente mi brillantez, del firme ánimo, del desdén supremo propios del que ve su mérito vilipendiado y que me impulsaron a luchar contra el Omnipotente, llevando a la furiosa contienda innumerables fuerzas de espíritus armados, que osaron despreciar su dominación. Ellos me prefirieron oponiendo a su poder supremo otro contrario; y venidos a dudosa batalla en las llanuras del cielo, hicieron vacilar su trono.

«¿Qué importa perder el campo donde lidiamos? No se ha perdido todo. Con esta voluntad inflexible, este deseo de venganza, mi odio inmortal y un valor que no ha de someterse ni ceder jamás ¿cómo he de tenerme por subyugado? Ni su cólera ni su fuerza me arrebatarán nunca esta gloria: humillarme y pedir gracia doblada la rodilla y acatar un poder cuyo ascendiente ha puesto en duda, poco ha, mi terrible brazo. Y pues según ley del destino no pueden perecer la fuerza de los dioses ni la sustancia empírea, y por la experiencia de este gran acontecimiento vemos que nuestras armas no son peores, y que en previsión hemos ganado mucho, podremos resolvernos a empeñar con más esperanza de éxito, por la astucia o por la fuerza, una guerra eterna e irreconciliable contra nuestro gran enemigo triunfante ahora, y que en el colmo de su júbilo impera como absoluto ejerciendo en el cielo su tiranía.»

Así habló el Ángel apóstata, aunque acongojado por el dolor; así se jactaba en alta voz, más poseído de una desesperación profunda; y de este modo le contestó enseguida su arrogante compañero: «¡Oh príncipe! ¡Oh caudillo de tantos tronos, que bajo tu enseña condujiste a la guerra a los serafines en orden de batalla, y que mostrando tu valor en terribles trances pusiste en peligro al Rey perpetuo del cielo, contrastando su soberano poder, débase éste a la fuerza, al acaso o al destino! Harto bien veo y maldigo el fatal suceso de una triste y vergonzosa derrota que nos arrebató el cielo. Todo este poderoso ejército se halla en la más horrible postración, y destruido hasta el punto que pueden estarlo los dioses y las divinas esencias, pues el pensamiento y el espíritu permanecen invencibles y el vigor se restaura pronto, por más que esté amortiguada nuestra gloria y que nuestra dichosa condición haya venido al más miserable estado. Pero, ¿y si el vencedor (forzoso me es ahora creerlo todopoderoso, pues a no serlo no habría conseguido avasallarnos), nos conserva todo nuestro espíritu y fortaleza para que mejor podamos sufrir y soportar las penas, para aplacar su vengativa cólera, o prestarle un servicio más rudo en el corazón del infierno, trabajando en medio del fuego, o sirviéndole de mensajeros en el negro abismo? ¿De qué nos ha de servir entonces conocer que no ha disminuido nuestra fuerza, ni se ha menoscabado la eternidad de nuestro ser para sufrir un castigo eterno?»

A lo que con estas breves palabras replicó el gran Enemigo: «Humillado Querubín, vileza es mostrarse débil, bien en las obras, bien en el sufrimiento. Ten por seguro que nuestro fin no consistirá nunca en hacer el bien; el mal será nuestra única delicia, por ser lo que contraría la Suprema Voluntad a que resistimos. Si de nuestro mal procura su providencia sacar el bien debemos esforzarnos en malograr su empeño, buscando hasta en el bien los medios de hacer el mal; y esto fácilmente podremos conseguirlo, de suerte que alguna vez lo enojemos, si no me engaño, y nos sea posible torcer sus profundas miras del punto a que se dirigen. Pero mira irritado el vencedor, ha vuelto a convocar en las puertas del cielo a los ministros de su persecución y de su venganza. La lluvia de azufre que lanzó contra nosotros la tempestad, ha allanado la encrespada ola que desde el principio del cielo nos recibió al caer; el trueno, en alas de sus enrojecidos relámpagos y con su impetuosa furia, ha agotado quizá sus rayos, y no brama ya a través del insondable abismo. No dejemos escapar la ocasión que nos ofrece el descuido o el furor ya saciado de nuestro enemigo. ¿Ves aquella árida llanura, abandonada y agreste cercada de desolación sin más luz que la que debe al pálido y medroso resplandor de estas lívidas llamas? Salvémonos allí del embate de estas olas de fuego; reposemos en ella, si le es dado ofrecernos algún reposo, y reuniendo nuestras afligidas huestes, vemos cómo será posible hostigar en adelante a nuestro enemigo, cómo reparar nuestra pérdida sobreponiéndonos a tan espantosa calamidad, y qué ayuda podemos hallar en la esperanza, si no nos sugiere algún intento la desesperación.»

Así hablaba Satán a su más cercano compañero, con la cabeza fuera de las olas y los ojos centelleantes. De desmesurada anchura y longitud, las demás partes de su cuerpo, tendido sobre el lago, ocupaba un espacio de muchas varas. Era su estatura tan enorme, como la de aquel que por su gigantesca corpulencia se designa en las fábulas con el nombre de Titán, hijo de la Tierra, el cual hizo la guerra a Júpiter, y cual la de Briareo o Tifón, cuya caverna se hallaba cerca de la antigua Tarso; tan grande como el Leviatán, monstruo marino a quien Dios hizo el mayor de todos los seres que mandan en las corrientes del océano. Duerme tranquilo entre las espumosas olas de Noruega, y con frecuencia acaece, según dicen los marineros, que el piloto de alguna barca perdida lo torna por una isla, echa el ancla sobre su escamosa piel, amarra a su costado, mientras las tinieblas de la noche cubren el mar, retardando la ansiada aurora. No menos enorme y gigantesco yacía el gran Enemigo encadenado en el lago abrasador, y nunca hubiera podido levantar su cabeza, si por la voluntad y alta permisión del Regulador de los cielos, no hubiera quedado en libertad de llevar a cabo sus perversos designios, para que con sus repetidos crímenes atrajese sobre sí la condenación al fraguar el mal ajeno, y a fin de que en su impotente rabia viese que toda su malicia sólo había servido para que brillase más en el hombre a quien después sedujo, la infinita bondad, la gracia y la misericordia y en él resaltasen a la par su confusión, sus iras y su venganza.

Se enderezó de pronto sobre el lago, mostrando su poderoso cuerpo; rechaza con ambas manos las llamas que abren sus agudas puntas, y que rodando en forma de olas, dejan ver en el centro un horrendo valle; y desplegando entonces las alas dirige a lo alto su vuelo y se mece sobre el tenebroso aire, no acostumbrado a semejante peso, hasta que por fin desciende a una tierra árida, si tierra puede llamarse la que está siempre ardiendo con fuego compacto, como el lago con fuego líquido. Tal es el aspecto que presentan, cuando por la violencia de un torbellino subterráneo se desprende una colina arrancada del Perolo o de los costados del mugiente Etna, las combustibles e inflamadas entrañas que, preñadas de fuego, se lanzan al espacio por el violento choque de los minerales y con el auxilio de los vientos, dejando un ardiente vacío envuelto en humo y corrompidos vapores. Semejante era la tierra en que puso Satán las plantas de sus pies malditos. Síguele Belcebú, su compañero y ambos se vanaglorian de haber escapado de la Estigia por su virtud de dioses, y por haber recobrado sus propias fuerzas, no por la condescendencia del Poder supremo.

«¿Es ésta la región, dijo entonces el preciso Arcángel, éste el país, el clima y la morada que debemos cambiar por el cielo, y esta tétrica oscuridad por la luz celeste? Séalo, pues el que ahora es soberano, sólo puede disponer y ordenar es lo que justo se contempla; lo más preferible es lo que más nos aparte de él; que aunque la razón nos ha hecho iguales, él se nos ha sobrepuesto por la violencia. ¡Adiós, campos afortunados, donde reina la alegría perpetuamente! ¡Salud, mansión de horrores! ¡Salud, mundo infernal! Y tú, profundo Averno, recibe a tu nuevo señor, cuyo espíritu no cambiará nunca, ni con el tiempo, ni en lugar alguno. El espíritu vive en sí mismo, y en sí mismo puede hacer un cielo del infierno, o un infierno del cielo. ¿Qué importa el lugar donde yo resida, si soy el mismo que era, si lo soy todo, aunque inferior a aquel a quien el trueno ha hecho más poderoso? Aquí, al menos, seremos libres, pues no ha de haber hecho el Omnipotente este sitio para envidiárnoslo, ni querrá, por lo tanto, expulsarnos de él; aquí podremos reinar con seguridad, y para mí, reinar es ambición digna, aun cuando sea sobre el infierno, porque más vale reinar aquí, que servir en el cielo.
” (John Milton, “El Paraíso Perdido”, primera parte).

Milton, a pesar de ser cristiano, de forma peculiar describe a la deidad del cristianismo como un tirano, cuando menos a ojos de un rebelde que lo es por...ansia de libertad.

Sin quererlo Milton, en esa parte de su obra, se vuelve luciferino: “más vale reinar aquí, que servir en el cielo”. 


Bibliografía

Lavey, Anton Szandor: La Biblia satánica, Editorial Martínez Roca, 2008.
 
Milton, J.: El Paraíso Perdido, colección "Letras Universales", Editorial Catedra.

Urbano Calle, Emilio: Adoradores del diablo: De la Biblia a las sectas satánicas, Editorial Oberon, 2003.

Iglesia de Satán http://www.churchofsatan.com/Pages/WelcomeSp.html


Jorge Romero Gil


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