Justine o Los Infortunios de la virtud es, probablemente, la obra más conocida del Marqués de Sade, en última instancia fue, también, la que lo llevó a su reclusión final, bajo el régimen del consulado de Napoleón Bonaparte y, sea o no casual, cuando la Francia napoleónica estaba tratando de un concordato con la Santa Sede.
Esta novela tiene su complemento en Juliette, obra que protagoniza la hermana de Justine. La síntesis del argumento es que Justine y Juliette, cuyo origen era acomodado, quedan huérfanas tras la ruina familiar, y la rápida muerte de su padre y de su madre. A partir de ahí, ambas hermanas, provistas de muy escasos recursos enfrentan la situación de manera diferente y toman vías, en principio, muy opuestas. Hay que señalar que, de partida, la educación formal y en valores que habían recibido las dos era la misma.
Justine
Los Infortunios de la virtud se centra en las vicisitudes de Justine y, por el momento, deja un tanto de lado a Juliette, que tomará protagonismo en su propia y homónima obra.
Justine decide mantenerse en la virtud, seguir el camino de la moral y la ética que le habían enseñado, en la esperanza de que ese camino proveerá, de una manera u otra su sustento y una salida a su situación, digamos que enfrenta las cosas a partir de cómo la habían educado y de la asunción absoluta de los valores de esa educación. El “proveerá” de Justine es, en realidad, un “Dios proveerá”, en eso cifra Justine sus expectativas, y lo hace desde el primer momento, cuando, tras rechazar escandalizada una oferta de su hermana de explotar juntas su belleza, va a ver a un sacerdote y le dice:
“Os apiadaréis de mí, ¿verdad, señor? Sois ministro de la religión, y la religión siempre fue la virtud de mi corazón; en nombre del Dios que adoro y del que sois la voz, decidme, como un segundo padre, ¿qué debo hacer... qué tengo que ser?”
Y, desde ese primer momento, tropieza con la desdicha. Que Sade nos presenta como, simple y llanamente, un choque con la realidad de una sociedad hipócrita que, en general se asume como tal por sus miembros –como hace Juliette- y que, caso de no hacerse así –como le ocurre a Justine- aboca a la desgracia, en el fondo por pura incomprensión de las normas y pautas de funcionamiento social, al no entender éstas y confundirlas con los ideales que había aprendido y asumido era imposible que pudiese desenvolverse en ella.
Toda la posterior historia de Justine es un cúmulo de desgracias, una mayor que la otra, en todo momento intenta mantener intacta su virtud entendida como castidad y, también, mantener su virtud en cuanto a lo que cree moral social, a los valores que ella tiene y piensa, ingenuamente, que son los de la sociedad. Por este vía perderá una cosa y chocará con la otra.
Difuminación de “fronteras” a partir del vicio y la virtud
Sade nos muestra como Justine se esfuerza en mantener intacta su “honra”, y no dudando para ello en someterse a cualquier otro tipo de vejación, hasta tal punto que se diría que es casi soberbia y vanidad la defensa de dicha “honra”. Pero Sade señala algo más, sutilmente, va mostrando como “los infortunios de la virtud” de Justine conllevan una especie de “camino iniciático”. Justine va traspasando desgracias y, con ellas, “fronteras” y “límites”, de alguna manera su persecución de la virtud parece desdibujarse y transformarse en un disfrute perverso, disfrute o placer de la propia Justine, que, eso sí, jamás lo reconocerá. Esos límites enseñan también como se mezclan las cosas, como lo que aparenta ser no es –en lo social y en lo moral- y que, incluso, puede ser su contrario.
La trayectoria iniciática de Justine se trunca con un final casi de tragedia griega, pues muere fulminada por un rayo, como un hado enviado por los dioses, justo cuando parecía que había alcanzado la felicidad y la prosperidad junto a su reencontrada hermana. Juliette reflexiona ante el destino de Justine de la siguiente manera:
“¡Oh, amigo mío! la prosperidad del crimen sólo es una prueba a la que la Providencia quiere someter la virtud; es como el rayo cuyos fuegos falaces sólo embellecen un instante la atmósfera para precipitar en los abismos de la muerte al desdichado que han deslumbrado (…) ¿Qué es lo que debo esperar, cuando así ha sido tratada aquella que no tuvo en todos sus días un solo error verdadero que reprocharse?”
La decisión que toma Juliette a continuación es formalmente intachable para un final apropiado a la moral convencional de la época, ahora bien, Sade, pese a guardar las formas, se había excedido en unos implícitos excesivamente explícitos, parece que él mismo se da cuenta de ello en el mismo momento de redactar su obra pues dice:
“¡Oh, vosotros, que derramasteis lágrimas sobre las desdichas de la virtud; vosotros, que compadecisteis a la infortunada Justine; perdonando los lápices, quizás un poco fuertes que nos hemos visto obligados a emplear”.
Unos implícitos demasiado obvios
No obstante, no le fueron perdonados los lápices ni los trazos gruesos, la evidencia de la subversión e inversión de valores en la obra era demasiado clara como para no ser tenida en cuenta.
En un intento de evitar la pena, un tanto a la desesperada, Donatien Alphonse Françoise de Sade, niega la autoría de Justine y Juliette en el último de sus procesos –eso puede leerse en sus Cuadernos Personales-. Pero Sade peca ahí de ingenuo, casi como su Justine, pues quienes le procesaban no lo hacían por esa aislada obra, sino por el conjunto de lo que Sade significaba: la exploración de límites sociales y morales, el explorar y traspasarlos más que transgredirlos por una vía especialmente peligrosa para el orden social, no por la vía de la ruptura sino de alcanzar la frontera, observarla, desdibujarla y mostrar que no existe.
No hay divisoria clara ni nítida, hay una fusión, en un determinado punto, entre la moral aparente y su aparente opuesto. Metafóricamente podría decirse que Sade muestra una zona de penumbra, desde la que gradualmente la luz se convierte en oscuridad. No es una cuestión de opuestos sino de enseñar que se trata del mismo elemento. Y eso es, en definitiva lo que no se le perdona a Sade.
Las reflexiones de Sade, en puridad, son sobre la moral, en ese sentido Sade es un moralista y un filósofo –que es lo que siempre proclamó ser-. Sus reflexiones no son nada convencionales, pues le llevan a levantar las faldas de la moralidad y enseñar la ambigüedad de la misma. Sade es, como se ha dicho, un explorador, para ello tuerce y retuerce dos conceptos: virtud y perversión.
Lo que le convirtió en peligroso para el poder establecido fue que, en esas contorsiones, Sade no se limita a lo particular o anecdótico, sino que extrapola a lo general, y eso era algo que ni un régimen como el de Robespierre ni uno como el de Bonaparte podían consentir, menos que el absolutismo anterior a la Revolución Francesa, pues el régimen feudal de la monarquía podía aún tolerar ciertos devaneos, que dada la atomización social propia del feudalismo eran más inofensivos para el funcionamiento del régimen. Por eso Luis XVI le perdonó “graciosamente”, pero ni Robespierre ni Napoleón podían permitirse ese lujo. Sade era un grito demasiado clamoroso, había que callarlo y lo hicieron.
Jorge Romero Gil
Bibliografía
Sade, Marqués de, Cuadernos personales
Sade, Marqués de, Justine o Los infortunios de la virtud
Sade, Marqués de, Juliette
Sade, Marqués de, La Filosofía en el tocador
El marqués pudo haber sido un loco, pero su escritura es envolvente y deja ver a vista los vicios ocultos que todos llevamos por dentro, así tengamos principios cristianos.
ResponderEliminarHola Steven,
ResponderEliminarNo creo que Sade fuese un loco pese a que su condena final la reclusión en un manicomio y, dicho sea de paso, tampoco creo que -pese a la mala fama a la que le condenó la posteridad- fuese especialmente pervertido en relación a lo que en su entorno social fuesen otros en su época.
Lo que le sucedió es que por una parte fue demasiado sincero y por otra demasiado claro en relación a sus enemigos, eso -y la base filosófica y, hasta cierto punto, subversiva de sus exploraciones morales- le hacia un personaje incómodo, especialmente para toda tiranía que pretendía refrendarse en la virtud.
En realidad el eclecticismo del Antiguo Régimen le toleró mejor que la tiranía revolucionaria de Robespierre o la militar de Bonaparte. Las cuales pretendían vestirse de "respetabilidad virtuosa".
Un saludo